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28/10/10

7512

Estoy parada sobre la calle. Frente a mí hay un semáforo, un semáforo que oscila sinvergüenza entre el amarillo, el verde y el rojo.  Detrás mío hay autos y mujeres que caminan tomadas de una soga en fila india, gauchos y animales de cuatro patas que caminan en dos pero no me asombran. Todos ellos quieren pasar, yo interrumpo su camino siendo conciente de ello pero no me muevo, creo que por picardía. El semáforo no es como yo, él no deja de vacilar. Lo hace cada vez más rápido: las luces apenas parpadean y yo no alcanzo a diferenciar los colores pero sé que el amarillo ahora es marrón. Me siento nerviosa, sin embargo no puedo desvíar la vista del aparato, que se acerca cada vez más a mí. Quiero irme de esa calle, sé que él me espera en otra esquina, sé que necesito llegar pronto. Además las personas y los animales y los autos que están atrás mío siguen gritando y gimiendo y tocando bocina. Pero yo no puedo correr, ahora entiendo que estoy inmóvil, como paralizada. Intento subir mis brazos para comprobarlo. No lo logro. Hago fuerza pero siguen colgando de mí, al costado de mi cuerpo. Siento miedo porque no quiero que me atropellen. Pero no puedo avisarles lo que me sucede. No puedo girar el cuello. Ni mover las manos. ¿Cómo podría hacerles una seña? Ellos se desesperan, insultan. Yo los entiendo porque también quiero avanzar y no puedo hacerlo. Culpa. Es mi culpa. Los estorbo, los detengo, los irrito. Tal es lo que el semáforo provoca en mí.

24/10/10

7511

Alguien cierra bruscamente la puerta de metal. Silencio. Ahora llora el bebé. No es mío, es de ellos, ellos a quienes tampoco conozco. Pero la mujer corre hacia afuera. Y ya no veo al tipo. Sin embargo el bebé llora. Salgo rápidamente de la cama, me tropiezo porque mi pie había quedado enganchado en las sábanas desprolijas. Busco desesperadamente al bebé, sólo veo gatos, gatos negros, creo que son cinco. Al fin veo al que llora, lo alzo, lo siento liviano, tibio. La puerta de mi cuarto está abierta y mi lámpara es la única encendida. Entonces vuelvo con el bebé en brazos, como si en la oscuridad mi única opción fuera la luz, la luz de mi dormitorio. Lo acuesto en mi cama, espío por la diminuta ventana que da a la calle, sólo veo camiones. Al volver, sobre la sábana el bebé es una H, una letra H, escrita en negro, con relieve. Esto no me asombra, sólo la subrayo con el dedo índice y me acuesto a su lado.

23/10/10

7510

Vamos en micro. El tipo me señala unos carteles desprolijos que apenas logro ver. Los había hecho él, él y su jefe. Decían que habían encontrado un pulover, un pulover que alguien le había regalado a su madre, un pulover que había sido reclamado. El tipo sigue hablándome, me aburro, bajo del colectivo. Quiero correr, estoy en ropa interior, ropa interior negra. No me gusta caminar así en la calle, pero sé que no es la primera vez. Cuando estoy llegando adonde aparentemente vivo, sé que atrás mío vienen visitas, visitas que no quiero ver, visitas que me invaden: mujeres de ojos enormes y fijos y conocidos, una niña de gesto perverso y pelo ondulado. Quiero subir corriendo una escalera que es fría, pero me caigo. Recuerdo mi desnudez, ahora salgo a la calle otra vez. Corro sobre la banquina de una ruta, voy esquivando baldes, toneles. Un tipo me ofrece lo que él come. Caigo en un pozo, me desespero, intento subir pero no lo logro, sé que afuera pasan autos, tengo miedo de asomarme, lloro, pienso que voy a ahogarme. El tipo había llamado a la Justicia, la Justicia iba a sacarme. También me dice que si camino hacia la derecha, dentro del agujero, voy a toparme con una escalera, lo hago. Al moverme siento que mis pies ascienden, ¿cómo no me había dado cuenta antes? Era muy fácil salir de ese pozo, me alegra salvarme, pero me frustra un poco. Ahora camino, me escondo, estoy en un vestuario, entre baño y baño todo es sucio, todo es agua negra, todo es olor. Arrastro mis pies. Pero no me importa porque sé que voy a morirme. Me quedan horas, hasta pienso en suicidarme.